Centro de León. Frío. Gente pisoteando rápido el asfalto, aún a sabiendas de que llegarán a su destino tarde. Unos hablando por el móvil. Otros con los ojos fijados en su pantalla, revisando las últimas actualizaciones de sus pseudoamigos de las redes sociales. Y de repente, entre tanto velocidad y estrés algo llama mi atención, precisamente porque está quieto. Es como cuando miras con detalle un cuadro y ves que un personaje destaca sobre el resto. Y te preguntas si el que sobra es él o los que están fuera de lugar son el resto de integrantes que dan vida a esa composición. Los movimientos de nuestro protagonista son lentos. Me atrevería a decir que hasta su corazón late a menos pulsaciones que los del resto de muertos vivientes que estamos a su alrededor.
Pero no sólo es su quietud lo que acapara mi atención. Lo que sin duda me acaba por desconcertar es lo que tiene entre sus manos. Me detengo unos segundos y pienso que esa escena hay que inmortalizarla y guardarla en la galería de imágenes de mi móvil. Tengo dudas. Me digo a mi mismo que quién soy yo para ‘robarle’ ese momento de intimidad pública. Dudo de si tengo derecho con una foto a traerle de vuelta a un mundo en el que a él le hemos convertido en invisible. Y mientras esbozo una sonrisa pienso que quizás no somos tan diferentes. Él pide dinero y le sobra el tiempo y los que pasamos a su lado tenemos dinero pero de lo que carecemos es de tiempo. En definitiva, todos mendigamos. A todos nos falta algo y no me atrevo a decir qué es más valioso y prioritario, el tiempo o el dinero.
Que una persona a la que le ha tratado mal la vida, con o sin motivo, esté sentado en el centro de una ciudad pidiendo algunas monedas no es algo extraño. Eso sí, tiene su ironía que lo haga sentado en un escaparate de una entidad bancaria, donde al otro lado del mármol y hormigón lo que sobra es de lo que él pide con la única ayuda de un cartón mal doblado y adornado con una petición de auxilio. Pero lo que le convierte en protagonista de esta columna es que entre sus manos sujeta un periódico, mientras lee atentamente esas negras palabras que unidas intentan explicar a los que quieran leerlo lo que ha pasado, está pasando y pasará cerca y lejos. Y no se crean que estaba leyendo la sección de pasatiempos. Escudriñaba con interés las páginas de opinión. Y es cuando de repente se me acumulan en mi cabeza todo tipo de preguntas, titulares y juegos de palabras que me colocan ante nuestra pobreza actual. No la suya, insisto, la nuestra.
¿El anterior dueño de ese periódico lo habrá leído con la misma atención que nuestro invitado de hoy? ¿Qué aventuras habrá vivido ese periódico desde que alguien le adoptó en un quiosco hasta que llegó a su última morada? ¿El Estudio General de Medios (EGM) contabilizará también este tipo de lectores inesperados? ¿Dónde hace más frío, en la calle donde nuestro amigo disfruta de la lectura o en el interior de muchas de las redacciones de medios de comunicación? ¿Cómo reaccionaría si en vez de dejarle unas monedas alguien le diera una revista o un libro? ¿Qué pensará de nuestro mundo al leer la alta suciedad, como diría Andrés Calamaro, en la que vivimos?
Y a cada paso que doy alejándome de esa curiosa pareja de hecho, compuesta por un mendigo y un periódico, esas preguntas van desvaneciéndose hasta que llego a la conclusión de que nada es lo que parece y dudo sobre quién necesita más a quién, el mendigo al periódico o a la inversa.
Un periódico para combatir el frío
21/11/2019
Actualizado a
21/11/2019
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