Veía yo a Crémer muchos días, ya muy viejo, tras el cristal del bar Río, asomado con las manos apoyadas sobre el mármol de la mesa, como si el café ese viejo, en medio del tráfico mañanero, fuera el rompeolas del mundo. Debía vivir en el último piso del portal contiguo y tener en su azotea un altillo donde escribía y que llamaba goyescamente «el palomar del sordo».
Fue tan longevo que empecé a pensar en él como en un vórtice del espacio y del tiempo, un agujero a través del cual viajar al pasado. Había vivido toda la historia mundial del siglo XX reflejada en el espejo de nuestra ciudad y reverberada en su literatura y en su prensa… Naciendo el 1906, año de la boda real y del famoso atentado de Mateo Morral con bomba en el ramo de flores lanzado al paso del cortejo nupcial, y luego viviendo de niño la Gran Guerra del 14, de joven los años veinte, aún muy fin de siglo y muy bohemios, más tarde los treinta, la guerra nuestra y la segunda mundial, toda la Postguerra y la Guerra Fría, la Transición y hasta casi ayer mismo… Y ya era un señor mayor cuando vivió muchas de esas cosas. Al morir Franco andaba por los setenta, cuando fue a ver a Lorca de paso por León tenía veintisiete.
Así que al poco de fallecer empecé a leerle y encontré ese libro que me conmocionó, ‘El libro de San Marcos’. Un libro que nadie comenta, un libro que nadie reedita, que hay que comprar en lo viejo y caro, en edición rara, delicada y marginal. Un libro sobre el que hay un extraño silencio en la ciudad. Se trata de la descripción de los primeros días de la guerra civil, su cautiverio, primero, en el penal de San Marcos y, luego, en la prisión de Puerta Castillo. Victoriano nos lleva en esas páginas de la mano por una ciudad que es la nuestra repentinamente vuelta un infierno. El relato es fascinante y aterrador, sobre todo porque el lector va localizando hechos en escenarios cotidianos, las ametralladoras instaladas en las torres de la catedral, los frailes con los correajes de balas sobre el hábito pardo por La Corredera, o los oficiales nazis alojados en el hotel Oliden… Pero lo más terrible, más que la vida en el penal, la incertidumbre, el hacinamiento, el hambre, las torturas, más que la contemplación de las bellezas pétreas del magnífico edificio hecho campo de concentración en la perspectiva de la propia muerte, es la descripción de los falsos fusilamientos a los que les sometían.
Dicen que unas cuantas pinturas de un Vela Zanetti jovencito pueden irse, en breve, de los muros solitarios de un piso centenario al cubo de la basura. Lo veo probable si tenemos en cuenta la historia reciente de esta ciudad. Basta recordar la casa de Gordón Ordás, presidente del gobierno de la república española en el exilio, desplomada; la de Durruti, el mítico anarquista, extrañamente conservada durante todo el franquismo, hoy desaparecida; la de González de Lama, hasta hace poco con las tripas al aire y las letras de la placa caídas, finalmente restaurada sin dejar nada de ella y con ausencia en el bronce nuevo de lo que seguramente más placer le dio, el ser poeta; o las de Astorga, la de los Panero rehecha sin magia y la de Concha Espina a punto de caerse…
Algo nos pasa con la memoria reciente. Mientras tantas cosas reales y dignas de recuerdo que todavía laten hoy se disuelven, oímos que se funden bustos de nebulosos reyes medievales, que se historian leyendas brumosas, mentiras gotizantes que sueñan una ciudad parque temático de una historia lejana novelada e impotente en el presente.
En el bar Río el dueño del establecimiento, sin consultar a las autoridades, tiene señalado el que fue el sitio de Victoriano Crémer con una vitrina sencilla. La silla en la que se ponía está disponible para cualquiera que quiera sentarse en ella, como él, a sentir el rompeolas del mundo.
Vela Zanetti, Crémer y otros muertos
Bruno Marcos reflexiona en este artículo sobre la desmemoria reciente de León
27/02/2018
Actualizado a
17/09/2019
Lo más leído