07/02/2018
 Actualizado a 19/09/2019
Guardar
Lo dijo Aristóteles, que es mucho decir. El hombre es un ‘zoon politikón’; literalmente, un ‘animal político’, entendido, no en el sentido con que algunos lo han aplicado, por ejemplo, a Martín Villa o a Felipe González, enfatizando su capacidad política en el caso de Felipe, o su habilidad para la supervivencia política, en el caso de Martín. No, sino en el sentido de que el hombre es un «animal social». Suele usarse la expresión para resaltar nuestra dependencia social, el hecho de que nadie puede sobrevivir sin la acogida de un grupo que, desde la cuna a la tumba, nos proporciona protección y ayuda. A mí me gusta la definición aristotélica (este esdrújulo es contundente) por algo que no se suele destacar: porque afirma que somos sociales, sí, pero también animales. Una usted como pueda eso de «animal» y «social» y eso somos, por más contradictorio que parezca.

Lo de «animal» lo interpreto aquí para referirme a lo biológico, lo instintivo, todo eso que está determinado por ese inconcebible entramado de células y neuronas movidas por impulsos electroquímicos, que da lugar a nuestro cuerpo. Es la parte más inconsciente y automática de nuestro ser, la que se mueve por «algo» que viene directamente de lo desconocido, o sea, el impulso de la vida (y también de la muerte, como afirmó Frued). Lo de «social» alude a todo eso que modula, añade, se superpone o entremezcla con lo biológico. Para simplificar: lo innato (animal) interacciona con lo aprendido (social) formando un todo difícil de distinguir. Lo uno no existe sin lo otro, y esto vale tanto para el individuo como para la especie.

Como lo que nos interesa, al final, es entender un poco mejor qué somos y cómo y por qué actuamos como actuamos, saquemos una conclusión elemental: cualquier juicio sobre nosotros mismos o sobre los demás, debe aprender a unir esa doble perspectiva, lo animal y lo social, lo innato y lo aprendido, lo que viene de la impulsividad biológica y lo que proviene de la influencia social. Hay un espacio en el que esta doble corriente (lo que viene de dentro y lo que proviene de fuera) se encuentra y en el que se resuelve la contradicción: el cerebro. El cerebro, no sólo el que se aloja en nuestro cráneo, sino la red de neuronas que se extiende por todo el cuerpo, de la médula al intestino, es el encargado de recoger los impulsos biológicos y los estímulos perceptivos para convertirlos en el mundo en el que vivimos. El cerebro, por tanto, es el resultado de esa doble acción, pero es, a su vez, el que va a decidir qué hacemos en cada momento.

Si todo esto se tuviera en cuenta, y aquí aterrizo, no deberíamos nunca borrar lo instintivo y biológico de nuestra vida, por muy socializados que estemos, ya que, queramos o no, la biología es nuestro primer destino y ahí está, siempre presente; y si no está, malo, algo muy perverso y retorcido y estrafalario acabará apoderándose de nuestra vida. El control de los impulsos lo impone la vida en común, la sociedad, pero siempre debe existir un límite a partir del cual el cuerpo reclama sus derechos. Pretender que «todo es social», incluido el impulso sexual, es una aberración de consecuencias catastróficas. Del mismo modo, creer que la mayoría de los seres humanos es incapaz de controlar sus impulsos, nos llevaría a otro tipo de aberraciones. Apliquen esto a eso de «la cadena perpetua revisable».

Un enfoque de este tipo nos ayudaría a entender un poco mejor eso de «la violencia de género», así mal llamada en la medida en que no integra el elemento biológico al diagnóstico, quedándose solo con lo social. Pero no, el cerebro está tan socializado como sexualizado. Porque el cerebro mantiene un diálogo constante con el cuerpo, con todas las señales biológicas del cuerpo antes de tomar una decisión. Y muchas de esas señales no llegan a la mente consciente, se analizan y valoran de modo inconsciente, de acuerdo con los circuitos que se han forjado a lo largo de la vida a partir de nuestro nacimiento.

La cosa es bastante compleja, ¿verdad? ¿Nos incomoda todo esto, verdad? ¿Nos gustaría que todo fuera más sencillo para resolverlo de un plumazo, con una norma, con una ley, con más centros penitenciarios, verdad? Nos gustaría no ser animales, ser sólo seres sociales, sólo seres moldeables, seres impecables, seres cien por cien políticamente correctos, incólumes, impolutos, vírgenes de todo mal. Nos gustaría vivir en un mundo sin machismo, sin micro ni macromachismo, sin la incertidumbre que nos impone la biología y ese rodar de la Tierra por la inmensidad del cosmos, enganchada a un astro que todo él es fuego, fuego incandescente.
Lo más leído